El amigo del cineasta
DOI:
https://doi.org/10.59057/iberoleon.20075316.201725336Resumo
Asistía a mi primera clase particular de matemáticas (materia en la cual nunca fui bueno ni en la ficción). Ya llevaba tiempo reprobando la asignatura y mis padres no hallaron más remedio que el condicionar mis juegos con el objetivo de concentrarme lo mayor y mejor posible en la materia. Yo tenía once años, e ingenuo, creía que los niños sólo teníamos la ocupación de jugar y nada más que jugar. El cuento de la infancia es siempre una mundana distorsión, al parecer nada más que un cuento de oídas. Eran las 10 de la mañana de un sábado que prometía eternidad. El lugar al que debía asistir era una casa de marcado minimalismo: un estilo frío, una casa que ocupaba una gran porción terrenal en la profundidad de un fraccionamiento acaudalado. El terreno de la casa era amplio y despejado, del cielo no caía nada más que la gravedad azul vaciada de nubes; ni siquiera a los pajarillos les estaba permitido sobrevolar una zona tan exclusiva, o al menos así daba a entender lo ostentoso de aquel lugar.
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